Mis incondicionales

jueves, 22 de abril de 2010

Cien años de soledad IV


Un jueves, antes de que lo llamaran para ir al rio, Aureliano le oyó decir: “He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.” Ese día se metió en el agua por un mal camino y no le encontraron hasta la mañana siguiente, varios kilómetros más abajo, varado en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra las escandalizadas protestas de Úrsula, que lo lloró con más dolor que a su propio padre, José Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran. “Es inmortal -dijo- y él mismo reveló la fórmula de la resurrección.” Revivió el olvidado atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al cadáver que poco a poco se iba llenando de burbujas azules. Don Apolinar Mascote se atrevió a recordarle que un ahogado insepulto era un peligro para la salud pública. “Nada de eso, puesto que está vivo”, fue la réplica de José Arcadio Buendía, que completó las setenta y dos horas de sahumerio mercuriales cuando ya el cadáver empezaba a reventarse en una floración lívida, cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un vapor pestilente.

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