Mis incondicionales

lunes, 28 de junio de 2010

Cien años de soledad XIII

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Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que el bramido profundo era un primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara morir la criatura en el vientre.
Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre de la madre no es anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de la incapacidad para el amor. Aquella desvalorización de la imagen de su hijo le suscitó de un golpe toda la compasión que le estaba debiendo.
Amaranta, en cambio, cuya dureza de corazón la espantaba, cuya concentrada amargura la amargaba, se le esclareció en el último examen como la mujer más tierna que había existido jamás, y comprendió con una lastimosa clarividencia que las injustas torturas que había sometido a Pietro Crespi no eran dictadas por una voluntad de venganza, como todo el mundo creía, ni al lento martirio con que frustro la vida del coronel Gerineldo Márquez había sido determinado por la mala hiel de su amargura, como todo el mundo creía, sino que ambas acciones habían sido una lucha a muerte entre un amor sin medida y una cobardía invencible, y había triunfado finalmente el miedo irracional que Amaranta le tuvo siempre a su propio y atormentado corazón.

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